26 mayo 2014

Hermanos

Han pasado seis meses y aun nadie lo puede creer. Y no es que en el barrio no estemos acostumbrados a los malos ratos y a miserias por todos los rincones. Pero a mí al menos nunca se me había pasado por la cabeza que pasara algo así. Y menos con los hermanos Castro.

Los hermanos Castro no eran lo mejor del barrio, ni mucho menos, pero a mí me caían bien. Crecimos juntos, su casa y la mía estaban pegadas y en cierta medida también nuestras vidas. En el barrio no tenían, todo hay que decirlo, una muy buena imagen. La gente se deja llevar por cotilleos y se exageran historias que ni vienen a cuento. Y mucha gente ciertamente los odiaba y muchos, estoy seguro, se habrán alegrado al saber la noticia. Putos imbéciles, gente ignorante que habla por hablar. Los listillos de siempre, codo en la barra, que lo saben todo y que se gastan algún chiste negro a costa de la desgracia ajena. A mí no me gusta entrar en polémicas y menos en el bar, así que si algo no me gusta,  me muerdo la lengua, me termino mi cerveza y me piro. Pero con lo de los Castro  fue diferente. No me aguanté ni una y mandé a la mierda a más de un mascachicle de taburete. Y mira que yo no soy violento, pero hay límites. Y una noche no me acuerdo exactamente lo que dijo un gilipollas pero le metí un par de hostias a ese hijo de puta que ya no se ríe más de nadie.


Los Castro eran una familia trabajadora, o mejor dicho lo que quedaba de una familia trabajadora. Paco, el padre, perdió un buen trabajo en los 90 y nunca fue capaz de encontrar otro. La madre, Carmen, trabajaba en una panadería, y hace un año cansada de aguantar vagos dejó la casa y el barrio. Walter y Mario se quedaron con el padre como única opción disponible. Nadie curraba. Fue el principio de todo.
Walter, El Loco, era el mayor de los dos hermanos. Con diecisiete años se había ganado el respeto de todos a fuerza de proezas de barrio. Él se inventó "el salto largo". Una especie de deporte de riesgo pero a lo pobre. Se trataba de colgarse en el último vagón del Cercanías, cuando este iniciaba la salida del andén, y soltarse lo más lejos posible de la estación. Algún viernes en el último tren, el de las 23:45, cuando El Negro Roque, único vigilante de la estación, ya dormía derrotado por la semana y el vino de cartón. El Loco ganaba siempre, o casi siempre, y tenía el récord, que le había costado una fractura de clavícula. El “casi siempre” era por Ruper, que le había ganado una vez, pero la cosa no terminó nada bien, lo cierto es que nadie volvió a ver a Ruper.
Mario, el otro de los Castro, era El Maguiver. Antes de eso, tuvo que soportar durante mucho tiempo ser El Pequeño o “el hermano de Walter”. Pero un día, así sin más, se convirtió en El Maguiver. Estábamos como siempre buscando un coche para salir de fiesta. Y cuando Walter se disponía ya a darle su golpe en el cristal a un Audi bastante apañado, Mario dice: “déjame a mí”. Walter me miró interrogándome. Mario casi nunca hablaba y menos aún tomaba la iniciativa. Antes de que nos diéramos cuenta ya había abierto el coche y lo puso en marcha y sin animaladas. “Mira al Maguiver”, soltó Walter entre orgulloso y sorprendido.

Aquel día yo estaba como siempre en la puerta del local que alquilábamos para pasar las tardes y los fines de semana. Me gustaba estar allí en el límite entre la luz y la oscuridad y observar a la gente. Mario había aparecido por el local después de meses sin pasarse, me saludó con su sonrisa blanca de siempre . Walter dos días antes me había contando que Mario estaba cada vez más distante y desde hacía un año o así, que andaba en cosas raras y podía estar igual una semana sin pasarse por su casa para volver a desaparecer al día siguiente. El Loco siempre cuidó a su hermano como el padre que nunca existió y veía con tristeza como Mario se alejaba poco a poco de su vida sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Por eso se alegró al verle entrar al local y sin pensarlo le quitó el mando de la Plei al Jackson y se lo entregó a Mario.  Llevaban mucho tiempo sin jugar al FIFA. Mario le devolvió el mando negando con la cabeza. El Loco, insistió y Mario finalmente aceptó. El Loco estaba acostumbrado a ganarles a todos y no hacía excepciones con su hermano. El partido sin embargo no llevaba el rumbo habitual y el cero-cero se empantanó en el marcador. Había mucha tensión. En el minuto  79, El Loco por fin hizo el gol y otra vez El Pequeño Mario caía frente a su hermano. Pero El Loco no celebró como otras veces, en su cara se dibujaba una mueca extraña. Mario no se dio por vencido, le dio al botón de pausa, utilizó los 3 cambios posibles y en el minuto 87 aprovechando un córner empató el partido. Poco duro su ilusión. En el minuto 91, ya en tiempo de descuento, pitan un penalty a favor del equipo de Walter. El Loco, era experto en tirarlos, demasiado crecido eligió a su propio portero para tirarlo. Este exceso le dio la pista a Mario para adivinar el tiro. A lo Panenka, un tiro suave elevado  por el centro de la portería.  El Pequeño Mario solo tuvo que dejar el portero en el centro y parar el tiro. Aprovechó el desconcierto y que el portero rival estaba intentando volver a su lejana portería, sacó rápido y se la dio al jugador que estaba en la punta izquierda cerca del mediocampo y tiró de primera a portería desde su propio campo, el balón voló por los aires hasta aterrizar al borde de la portería vacía, mientras el portero de El Loco corría desesperadamente intentando lo imposible. El balón que parecía rodar en cámara lenta, entró por fin. Mario sin creérselo aún, salto y se burló de su hermano como nunca  antes. Walter no pudo con su rabia, con su humillación, la cara roja, los ojos a punto de estallar. Con una mano cogió del cuello a El Pequeño Mario y con la otra comenzó a darle en la cara con el mando inalámbrico de la consola con una fuerza animal, hasta que El Pequeño dejo de moverse.

Durante unos segundo que fueron eternos nadie pudo moverse. Solo la imagen en la pantalla se repetía una y otra vez, el balón girando en el aire hasta llegar a la línea final.

Han pasado seis meses y aun nadie lo puede creer. Nunca más he vuelto al local, pero aún sigo de pie en esa puerta, mirando sin poder hacer nada.

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