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Día tras día se repitió lo mismo, otra vez las huellas. Curioso investigaba donde me llevaban, cada día cambiaban su recorrido pero tampoco llevaba a ningún sitio, es decir se desaparecían sin más como las del primer día. Pero lo que más curiosidad despertaba en mí eran palabras que siempre aparecían en algún momento del camino, palabras sueltas, a veces frases, o algún dibujo incluso, y estaba convencido (no me pregunten porque) que iban dirigidas a mí. Pensé que tal vez algún niño escribiera aquello y luego se escondía para verme buscando aquellas palabras. Me hacía gracia aquel juego.
Un día luego de mi ya rutina de búsqueda no encontré las huellas, di varias vueltas y no había ninguna huella por ningún lado. El niño se habrá cansado o su familia habrá terminado sus vacaciones.
Me fui a desayunar y me descubrí desilusionado, los últimos días me levantaba ansioso de ver que nuevo mensaje había con las huellas. Incluso imaginaba que encontraría a quien lo escribía o algo así.
Cuando terminé el desayuno, baje otra vez a la playa, desde lejos vi que estaban las huellas de todos los días, corrí ansioso con una sonrisa en el rostro. Me sorprendí de mi alegría.
Recorrí desde el inicio hasta el fin las huellas, y nada, ni una palabra,
hice varias veces el camino de ida y vuelta. Ni rastros.
Ni una palabra Ni una letra. No podía ser.
Me tire en la orilla del mar y lloré
como hacia años
que no lloraba.
1 comentario:
Qué cuento más requetelindísimo, Che...
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